capítulo ii. de punta y aguja.
Un martillo eléctrico despierta a Juan. Su postura continúa igual de retorcida, y su dedo, ahora seco, se encuentra perdido en el espesor de su pubis. Las sábanas, empapadas, culpan al sol de su nueva tonalidad, pero este afirma que la causa de tal secreción es el sol americano, y no el madrileño.
Juan se levanta y se encamina a la cocina para preparar café. Imagina momentáneamente una recta amarilla dividiendo el pasillo, y mareada, siente que no puede sostenerse. Se tambalea hasta una silla, donde descansa un par de segundos y se recuerda a sí misma que no debe alzarse tan rápido de la cama. Con una sonrisa en la cara, piensa en lo útil que sería la bella peana de su sueño para soportar sus infortunios mañaneros.
El reloj marca las dos, pero aun así procede a prepararse el café. Y mientras bebe y fuma, imita la curva praxiteliana de su grandiosa y sublime gemela de mármol. Ansiando que alguno de sus compañeros de piso fuese a dejar su plato en el fregadero, para ser percibida: divina y en calzoncillos.
Porque aunque era consciente de que las miradas ajenas se perdían en su compleja sencillez, estaba sometida a ellas, las codiciaba.
A menudo entraba a los baños de hombres, a pesar de lo incómodo que le resultaba. Solo para ver como estos retrocedian al encontrarsela para comprobar si habían elegido el lavabo correcto. También dejó de depilarse las piernas, combinando vello con minifalda, para que las señoras del metro tuvieran algo en lo que pensar durante el trayecto. Y cuando algún camarero le apelaba en femenino, fingía tener la voz más grave para que este rectificase. Su intención no era la de corregir, pues no estaban equivocados, sino la de dominar. Incomodar para hacerse un hueco entre la multitud, y que sus tacones sonasen más alto que el resto.
Hoy se los pone de punta y aguja, conjuntados con un corto pantalón deportivo y una ajustada camiseta de tirantes. Porque como cada domingo, marcha a Casa de Campo para confundir a los furtivos: de lejos, un corredor, y de cerca, (tacones a la vista), la incógnita del deseo. Un trampantojo queer. Algunos lo llaman cruising, ella lo llama footing sugestivo.
Previamente realiza su parada obligatoria en la tienda de ultramarinos, donde compra una litrona, y escucha las alabanzas de Encarnación, la dependienta. Que religiosamente le halagaba por su apariencia joven, tónica y varonil. Porque claro, como está algo sorda no escucha los tacones. Juan sonríe y le devuelve el piropo. A la señora Encarnación le perdona cualquier cosa, hoy en día nadie fía productos a sus clientes, y ella lo hacía siempre encantada. Era una aliada indirectamente.
Tarda cinco minutos en llegar a la arboleda. Quinientos prietos y agonizantes pasos hasta el primer sujeto de su tentativa: Un albañil de unos veinticinco años, probablemente el del martillo eléctrico. Que sentado a la sombra de un pino hace su pausa para comer, y aprovecha para recargar el “martillo”. Exhibe su glande a través de la bragueta y lo cubre vagamente con un tupper de espaguetis.
Excitado por los encumbrados muslos de Juan, se limpia la salsa boloñesa de la boca y le ofrece saborear su jugoso pulgar. La joven, orgullosa, ignora su propuesta y sigue caminando. No porque no le hubiese gustado chupar aquel sustancioso y empinado dedo, o examinar sus condimentadas axilas. Si no porque las experiencias que había tenido con los hombres que escogen los primeros árboles del parque y muestran sin dificultad sus virtudes en áreas tan transitadas, habían resultado algo incómodas y fugaces. Ya que suelen tener mucha prisa.
Doscientos pasos más adelante, esta vez escurridizos por la pendiente, Juan escucha a lo lejos los cánticos del viudo Martín:
“Pero que tiene la Maria, la Baesa ¡Ay la portuguesa! Tiri tiri tiri ti ti imi tiri ti ti imi…”
Aproximándose, ella contesta:
“Entrando a una pinea yo vine pineando, yo vine pineando. Con un muchachito guapo, y atrás me lo iba dejando, y atrás me lo iba dejando…”
Juntos, cantan y bailan al unísono el estribillo de la canción Amma Immi. Con aires flamencos y culminando en un abrazo.
¿Pero que tiene la Maria la Baesa, ay la portuguesa? Esta tradición nació un par de años atrás. Cuando el melancólico viudo Martín, tras perder a su esposa Chon y quince kilos de barriga, comenzó a pasearse por la pinea despues de ir a misa.
Un día coincidió con Juan y comenzó a adularla. Esta, por no sentirse maleducada, le siguió la corriente y terminó escuchando toda la biografía de aquel hombre con ojos de perrillo maltratado. Cuando nombró a su difunta compañera, se le llenaron los ojos de lágrimas, y le dijo a Juan:
“A ella siempre la llamarón la portuguesa, ¿sabes? Por su poblado ceño, sus pómulos y su piel morena. Y aunque no se llamaba Maria, todo el barrio la conocía con ese nombre, por aquella canción de Las Grecas donde nombran a una tal María la portuguesa… Ella se ha marchado, y yo estoy muy solo. Pero esta mañana, encuentro en tu mirada el espíritu de mi señora. Ninguna mujer tiene una sonrisa como la suya ¿sabes Juan? pero la tuya, sin duda, está a la altura”.
Desde entonces, Martín ha recuperado su alegría, y por consiguiente, los quince kilos de barriga. Y cada domingo saluda a Juan con esos simpáticos versos. Ella le ha dejado claro desde el principio sus amistosas intenciones y él siempre lo ha respetado. Aunque algún día que le ha visto más triste de lo normal le ha consentido un inocente beso en los labios. No le cuesta nada… Hoy no es un día de esos, y en vez de monopolizar la conversación, como es típico en hombres mayores faltos de compañía, le pregunta a Juan por su noche, y esta le habla del sueño.
“¿Idaho? ¿Pero eso dónde está chiquilla? Menudas pájaras mentales tenéis las mocicas como tú… Eso debía ser castilla si tan seco dices que era… ¡Avutardas, avutardas! eso es, eran avutardas…”
Conversan un rato más y Juan se despide:
“Muchachito guapo, atrás le dejo, voy a ver si encuentro a alguna avutarda con ganas de volar bajo”.
“Muy bien maja, que aproveche; la avutarda, sus huevos, el nido y el pico del afortunado”
Cuatrocientos pasos más adelante, colmados de impaciencia, Juan busca un arbusto en el que refugiarse para vaciar su vejiga, también colmada. Lo hace de cuclillas, como las mujeres con recorrido. Ya que durante el mes anterior había decidido revisar sus prácticas travestis. Y mear sentada se había convertido en una prioridad.
Con el sol en la nuca, observa obnubilada sus toxinas siendo absorbidas por la tierra, y agradece las frescas salpicaduras en sus tobillos. Al erguirse, un fundido a negro le hace recordarse a si misma, (de nuevo), que no debe alzarse tan rapido. Y entre bostezos, recupera la visión.
Los colores son ahora más tenues, una nube densa y blanca había invadido súbitamente Casa de Campo. Como si su mesilla le hubiese acompañado hasta las profundidades del parque. Su olor es similar al de los pinos, pero con matices a garganta seca, a carraspeo. Proviene de un porro cercano. Sus tacones se apoderan de ella, y cual sabuesos, olfatean el rastro de aquel cirio. Andando diez, veinte, treinta pasos… Se detienen en el más alto y bello claro del parque, donde distingue una figura inexplorada: la incógnita de su deseo, el origen de la niebla.
Apoyado sobre un árbol, un hombre de ambiguo atractivo: entre treinta y cinco y cincuenta y cinco años. Su mano derecha sustenta el canuto, sus labios lo abrazan y su bigote lo camufla. Sobre su paquete, una hebilla dorada con forma de estrella, y cubriendo su torso, una húmeda camiseta blanca con la frase “Everything is bigger in texas” a la altura del pecho.
¿Será todo más grande en Tejas? Se pregunta Juan. Que acepta el desafío, y se acerca con disimulo al forastero. Pero este no se inmuta. Su mirada permanece refugiada tras la visera de su sombrero de vaquero.
Ella entonces destapa su litrona, procurando producir un sonido burbujeante que estimulase los oídos de aquel salvaje animal. Pero la botella ya no acumula presión, y es incapaz de encararles. A continuación, se agacha y coge una rama del suelo. La parte contra su muslo, pero de nuevo, falla en el intento. Aquel ser ignora cualquier sonido, la densa nube le había hechizado.
Derrotada, se echa las manos a la cabeza, tratando de pensar una estrategia que resultase fructífera. Sin ser consciente de que aquel gesto, sería el que por fin conquistase su atención.
Al levantar los brazos, descubrió sus velludas axilas, que tras un paseo a las dos de la tarde en pleno Julio, emanaban un olor inexplicable. Las candentes feromonas de Juan recorren los diez metros que les separan en cuestión de segundos e invaden la nariz del tejano, que con curiosidad y excitación comienza a fruncirse.
Es entonces cuando aquel macho levanta la cabeza y vislumbra a Juan. Sus ojos azules se cubren de lágrimas, y su boca se abre con perplejidad. Su pecho, antes erguido y orgulloso ahora se hunde. Intenta articular palabra, pero es inutil, está paralizado.
Casa de Campo está sometida al silencio. El viento ha perdido su fuerza, y las copas de los árboles su cantar. Ansiosa, Juan espera. Espera una eternidad. Hasta que porfin, él grita desconcertado:
“¿John?”.