capítulo i. la eterna amarilla.


Sobre una cama de noventa, el elástico de una sábana bajera se rinde ante los incesantes movimientos de unas piernas. Que acostumbradas al despertar de mediodía, hoy batallan contra los primeros rayos de sol. 

Son largas, tónicas y brillantes columnas. Sobre tacón, convencen a cualquiera de su ímpetu femenino. Y si en cambio, de basa visten deportivas, más de uno podría pensar que pertenecen a un jóven y amanerado senderista. Esta mañana, sin embargo, sus revoltosos pies desnudos, tan sólo atestiguan que Juan tiene sueño. 


Postrada sobre un reguero de saliva y bajo los efectos de la hinchazón matutina, su cara parece ser sacada de un cuadro de Caravaggio. Sus relucientes y carnosas mejillas resuenan con las de aquellos muchachos que posaban sensualmente junto a frutas maduras y copas. Mientras que su alborotada melena rizada dialoga con el retrato de Medusa. Huyendo de los márgenes, y reptando en forma de cascada por el perfil de la cama. Llegando a alcanzar el somier con sus puntas abiertas. 


Su cuerpo, sometido al metro noventa del colchón, se ha contorsionado reiteradas veces durante la noche. Hasta encontrarse en una grotesca posición diagonal que acentúa su desproporción y es la culpable de que su testículo izquierdo, antes cautivo, ahora se libere por el costado de su ropa interior.

Este parece tener luz propia a causa del sudor de verano, que humedece sus pliegues y aporta una pátina brillante con subtonos oliva. Propia de los objetos de bronce antiguos o del barniz oxidado en pinturas barrocas.

Otro factor que determina este fenómeno es el difuso haz de luz blanca que por vez primera inunda la estancia. Proviene de su nueva mesilla de noche, con cubierta de mármol. Donde el sol se ha posado, para ser proyectado al techo, paredes y escroto. Haciendo de este último un translúcido velo que sutilmente abraza dos perlas. 


Sus ojos brillan de forma similar, y bajo los párpados podemos intuir dos frustradas y alteradas pupilas ante tal inesperada luminosidad. Después del ligero baile de sus frondosas pestañas y el amainar de su ceño, Juan por fin revela lo que se escondía tras su venosa luminiscencia: una mirada tan cálida que hiela, tan intencionada que desvela y tan brillante que ciega. Como el sol en aquella habitación. 

El poder de aquella mirada era ignorado a menudo por los transeúntes. Que la percibían de casualidad, y de seguido volvían a levantar la cabeza, para atisbarla nuevamente; prejuiciosos, curiosos o encandilados. A diferencia de estas personas, Juan siempre dirige sus ojos con determinación y exactitud. 

En este momento lo hace frente al espejo, fumándose el cigarrillo que no se acabó anoche. Y mientras se debate entre seguir durmiendo o quedarse despierta, maldice aquella mesilla, y piensa en devolverla al contenedor donde la encontró.


Su rostro cambia por completo con la tercera calada del pitillo. Sus mejillas se hunden lentamente, doblegadas ante el humo. Revelando unos prominentes pómulos y una mandíbula cuadrada. Su boca también se hace algo más masculina, pero no importa, ya que al apartarse el pelo de la cara y cruzar sus piernas, crece la intención en su mirada. Y las deportivas se convierten en tacones, el muchacho en medusa, y el senderista en actriz. 


No queda tabaco por quemar, pero como de costumbre, Juan tienta a la suerte, y le da una última calada al cigarro. Provocando una quemadura en su dedo y en el parquet. Al agacharse para recoger la colilla, repara en colocar la sábana bajera que al comienzo de este relato se rendía. Y acto seguido, se recuesta en la cama con el dedo índice metido en la boca, tratando de aliviar el dolor. Cual bebé entetado, saliva y succiona plácidamente. Su corazón disminuye el compás. 

Comienza a vislumbrar un horizonte parpadeante, que parece anunciar la llegada de una oscilante ensoñación. Todavía algo consciente, lo asimila con desgana, pero no con sorpresa, ya que era lo habitual cuando prolongaba las horas de sueño o disfrutaba de una siesta caprichosa. Y resignada, se sumerge en su subconsciente, teñido de azul y amarillo.


Tres líneas negras sobre un cielo despejado, algo curvas, pero paralelas entre sí. Dos pájaros posados sobre una de ellas pian con un acento extranjero. Tras una breve charla, levantan el vuelo, agitando aquel cable de alta tensión. Juan nota un chispazo en su mejilla, y rápidamente alza la mano para localizar el rasguño. Queda sorprendida al percatarse de que su piel parecía no estar hinchada o resentida. Su textura y rigidez eran irreconocibles. Los poros habían desaparecido, dando lugar a una superficie pulida y perfecta. Y la carne ya no se mullía o deformaba, era dura e inmutable. 


De nuevo, baja la mano rápidamente y comienza a analizar su antebrazo. Sus venas eran ahora betas, y su color había mutado de aquel moreno cobrizo a un blanco radiante y frío. Maravillada, trata de mover la extremidad opuesta para acariciar su descubrimiento, pero se ve frenada por un nuevo apéndice que restringe su figura desde los pies hasta el codo. Se trata de una peana con forma de tronco, que soporta su muslo izquierdo y permite un bello contraposto: cadera inclinada y espina contorsionada.


Al alzar la mirada, esta vez sin pupilas, intuye que su altura es superior a la de un cuarto piso. Y atenta, comienza a analizar el paisaje que le rodea.

Un prado seco, amarillo. Dividido por una carretera igual de ancha que su nueva cintura y a lo lejos una cordillera rocosa más cuadrángular que picuda. 

En aquella universal escena distingue un par de detalles que le hacen sentirse forastera. Los coches, en su gran mayoría no eran pequeños, eran camionetas robustas y aparatosos todoterrenos. Y la línea central de la carretera no era blanca ni discontinua, sino amarilla y eterna, como en la película My own private Idaho. 


Imagina a River Phoenix sufriendo un ataque de narcolepsia  a sus pies. Con el torso desnudo y respirando lentamente. Inhala, exhala; cóncavo, convexo. En cuestión de segundos sincroniza su respiración con la del actor. Y el manso eco de sus suspiros alteran la escena, que lentamente se funde a negro.




juana ii